Referencia al recuerdo de Ivette.
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___Hace poco estaba sentado en un banco esperando mi turno para acercarme a la caja a realizar unos cuantos trámites, y, en lugar de anunciar el número correspondiente, una de las cajeras llamó en voz alta a una de las clientas:
___– ¡La señora Ivette Strauss, por favor!
___En ese momento, el solo nombre de esa mujer me activó la memoria de un modo que jamás hubiera previsto. Primero fue como adentrarme en una niebla espesa que escasamente permite entrever los contornos de los objetos, los árboles y las personas. Luego la neblina se disipó y pude precisar de dónde provenían los recuerdos que empezaban a llegar a mi cabeza atropelladamente.
___Cuando estuve en la clínica de niño muy enfermo me remitieron a la sala de cuidados intensivos. En ese entonces, hacia el año 1971, no había una sala para adultos y otra para niños. Era un solo lugar lúgubre y deprimente en donde se podía escuchar en las horas de la noche la respiración agitada de los enfermos que estaban ya casi moribundos. Yo era el único niño. El resto era gente mayor con enfermedades graves e incluso terminales.
___En un sitio de ese estilo, la regla principal era la muerte. La gran mayoría de enfermos entraba en una fase agónica y moría, no sé por qué, en las horas de la noche o a la madrugada.
___Lo peor era el espectáculo de los pacientes entrando unos breves minutos con trajes especiales a despedirse. Les hablaban a sus familiares, les pedían perdón por asuntos del pasado, les decían que los amaban y que ya se verían luego del otro lado, en el país de los muertos. Todas esas despedidas eran entre lágrimas, atacados llorando y sin poder respirar. Eran momentos muy conmovedores.
___Mi vida transcurría en medio de la tristeza y el tedio. No había nada qué hacer. Por aquel entonces no se veía en las clínicas ni los hospitales el despliegue de televisores y pantallas que hay hoy en día. Eran lugares de luz tenue, con las camas pegadas a las paredes y la única rutina consistía en las rondas de médicos y enfermeras que solían visitar a los enfermos para confirmar quién había mejorado un poco y quién había traspasado la línea y acababa de ingresar al territorio temido: el club de los desahuciados.
___Alguna vez yo alcancé a entrar en esa cofradía fatídica. Los médicos les advirtieron a mis padres que mi deceso era inminente. La infección no cedía y los antibióticos no habían dado el resultado esperado. Esa fue la razón por la cual un sacerdote me dio alguna tarde los santos óleos y me preparó para morir.
___En medio de ese ambiente tan oscuro y siniestro, la única persona que alivió en algo mi enfermedad fue una enfermera joven llamada Ivette. Era alta, de cabello largo recogido en una moña de color caoba y se maquillaba con delicadeza. Lo que más me impactaba era su aroma: en medio de esa sala con humores putrefactos y olores a desinfectantes, ella se acercaba a tomarme la temperatura o a canalizarme de nuevo, y entonces yo podía oler esa fragancia floral que me inundaba por dentro y que me recordaba el mundo de afuera, el mundo de los vivos.
___A veces Ivette me saludaba con cariño, me preguntaba cómo estaba y me hacía algún mimo con auténtica ternura.
___– ¿Cómo está el bebé lindo de la sala? – decía sonriéndose con esa voz sensual de cantante de baladas románticas que parecía derretir los objetos, las paredes, el aire, todo.
___Y aunque yo era un escaso enano moribundo de siete años, recuerdo perfectamente que me enamoré con locura y que soñaba con ella tanto de día como de noche. Ivette significaba para mí todo lo que la vida me había negado, todo lo que jamás podría disfrutar: dulzura, belleza, helados de chocolate compartidos.
Nunca supe qué fue de ella. El día que salí de la clínica ella me abrazó, me deseó una pronta mejoría y me estampó un beso en la mejilla.
___– Cuídate mucho, mi amor -me dijo al oído.
___Y yo hubiera querido decirle que me esperara, que pronto crecería y que volvería por ella para construir juntos la mejor historia de amor que jamás nadie imaginó. Pero lo que en realidad sucedió fue que me quedé callado, no supe qué decir y unos minutos después, ya en el parqueadero de la clínica, me sequé con el dorso de la mano un par de lágrimas furtivas sin que nadie se diera cuenta.